¿Pueden las religiones ayudar
a superar la
crisis ecológica?
Leonardo Boff
Por primera vez después de
años, los 192 países se pusieron de acuerdo en la COP 21 de París, a finales de
2015, en que el calentamiento global es un hecho y que todos, de forma
diferenciada pero efectiva, deben aportar su colaboración. Cada saber, cada
institución y especialmente aquellas organizaciones que más mueven a la
humanidad, las religiones, deben ofrecer lo que está en su mano. De no ser así,
corremos el peligro de llegar con retraso y de enfrentarnos a catástrofes como
en los tiempos de Noé.
Obviando
el hecho cada religión o iglesia tiene sus patologías, sus momentos de
fundamentalismo y de radicalización hasta el punto de haber crueles guerras
religiosas, como hubo tantas entre musulmanes y cristianos, lo que se pide
ahora es ver de qué forma, a partir de su capital religioso positivo, estas
religiones pueden llegar a convergencias más allá de las diferencias y ayudar a
enfrentarse a la nueva era del antropoceno (el ser humano como un meteoro
rasante amenazador) y la sexta extinción masiva que ya está en curso desde hace
mucho tiempo y se acelera cada vez más.
Tomemos
como referencia las tres religiones abrahámicas.
Primero,
veamos la contribución del judaísmo.
La Biblia hebrea es clara al
entender la Tierra como un don de Dios y que nosotros hemos sido colocados aquí
para cuidarla y guardarla. “La Tierra es mía y vosotros sois huéspedes y
forasteros” (Lv 25,23). No podemos, como ningún huésped normal haría,
ensuciarla, romper sus muebles, estropear su jardín o matar a sus animales
domésticos. Pero nosotros lo hemos hecho. Por eso existe la tradición de Tikkum
Olam, de la “regeneración de la Tierra”, como tarea humana por los daños
que le hemos causado. Hay también sentido de responsabilidad frente a los no
humanos. Así antes de comer, cada uno debe alimentar a sus animales. No se
puede tirar el nido de un pájaro que está cuidando a sus pichones. “Dominar la
Tierra” (Gn 1,28) debe ser entendido a la luz de “cuidar y guardar” (Gn 2,15),
como quien administra una herencia recibida de Dios.
El
cristianismo heredó los valores del judaísmo.
Pero le añadió datos
propios: el Espíritu Santo fijó su morada en María y el Hijo en Jesús. Con eso
asumió de alguna forma todos los elementos de la Tierra y del universo. La
Tierra es entregada a la responsabilidad de los seres humanos, pero éstos no
tienen un derecho absoluto sobre ella. Son huéspedes y peregrinos y deben
cuidar de ella. San Francisco de Asís introdujo una actitud de fraternidad
universal y de respeto a cada uno de los seres, hasta a las hierbas silvestres.
Por ser el Dios cristiano un ser relacional, pues es Trinidad de Personas
siempre relacionadas entre sí, el propio universo y todo lo que existe es
también relacional, como tan bien lo expresó el Papa Francisco en su encíclica.
El
islam sigue las huellas del judaísmo y del cristianismo.
También para él
la Tierra y la naturaleza son creación de Dios, y han sido entregadas a la
responsabilidad del ser humano. En el Corán se dice que tenemos nuestra morada
aquí y por un corto tiempo podemos disfrutar de sus bienes (Sura 2,36). El
Altísimo y Misericordioso nos da señales a través de la riqueza y la diversidad
de la naturaleza que nos recuerdan constantemente su misericordia, con la cual
dirige el mundo (Sura 45,3). La entrega confiada a Alá (islam) y la propia jihad
(lucha por la santidad interior) implican cuidar de su creación. Hoy muchos
musulmanes han despertado a lo ecológico y de Singapur a Manchester pintaron
sus mezquitas todas de verde.
Hay
unos puntos convergentes en estas tres religiones: entender la Tierra como don
y herencia y no como objeto para ser usado simplemente a su voluntad, como lo
entendió la modernidad. El ser humano es responsable de lo que recibió,
debiendo cuidarla y guardarla (haciéndola fructificar y dándole
sostenibilidad); él no es dueño sino cuidador. La Tierra con su riqueza remite
continuamente a su Creador.
Estos
valores son fundamentales hoy, pues la tradición científico-técnica trata a la
Tierra como mero objeto de explotación, situándose fuera y por encima de ella.
Somos Tierra (Gn 1,28). Por eso hay un parentesco con ella, nuestra
sustentadora.
Además,
todas las religiones desarrollan actitudes que actualmente son imprescindibles:
el respeto por la Tierra y por todo lo que ella contiene, pues las cosas son
muy anteriores a nosotros y tienen valor por sí mismas; la veneración ante el
Misterio del universo. Respeto y veneración no solo al Corán o a la hostia
consagrada, sino a todos los seres, pues son sacramentos de Dios. Esta actitud
impone límites al poder dominador que está hoy poniendo en peligro el
equilibrio de la Tierra y amenazando nuestra supervivencia. La irracionalidad
científico-técnica debe conocer límites éticos, impuestos por la propia vida
que quiere seguir viviendo y mantener su identidad. Si no, ¿a dónde iremos?
Seguramente no a la montaña de las bienaventuranzas sino al valle de lágrimas.
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