lunes, 27 de junio de 2016

UN TIEMPO PARA TODO


El capítulo 3 del libro del Eclesiastés enseña una enorme verdad: hay un tiempo para todo. Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar, un tiempo para guardar y otro para desechar, un tiempo para intentar y un tiempo para desistir.
Se trata de un poema más largo que intento leer seguido, ya que, en su gran sabiduría, apacienta el vértigo de mis ansiedades (que nunca son pocas). Lo he tenido especialmente presente en mis últimos meses en los que el común denominador ha sido el cambio. La punta visible del iceberg es un cambio laboral que estoy transitando, pero las raíces nacen profundas. Lo cierto es que hay decisiones que exteriorizamos de un momento a otro pero son fruto de procesos interiores que, más consciente o inconscientemente, hemos despertado hace tiempo y nos han traído hasta aquí.
La pregunta que viene protagonizando mis conversaciones con amigos y colegas es ¿Y por qué cambiar? Es curioso, porque la verdad es que me gustaba mucho mi trabajo. De hecho, más de uno me increpó sorprendido: “¿Es verdad que te vas? ¡Pero si se te veía tan feliz!”. Ocurre que a veces no hay nada “malo” con lo que estamos haciendo, pero sin entender demasiado bien por qué, hay algo adentro de nosotros que nos empuja a salir… Alguno podría preguntarse: “Pero si estaba bien ¿para qué meterse en el lío de empezar algo nuevo?”. La respuesta que demos no podrá nunca ser del todo racional.

El psicólogo Abraham Mashlow explica muy bien esto que acabo de enunciar. Postula que las personas tomamos decisiones de dos maneras: por seguridad o por desarrollo. Las opciones de seguridad son absolutamente necesarias; pero cuando el desarrollo viene, con miedo y todo, hace falta desplegar. Si bien las opciones de seguridad tienden a relacionarse con nuestro instinto de supervivencia, las decisiones que nos llevan al desarrollo no se explican tan racionalmente ya que nos sacan de nuestra zona de confort. Es por esto que, aunque nos parezca loco, encontramos resistencias y miedos a realizar opciones que sabemos, o al menos intuimos, nos llevarán a desplegar nuestra propia luz. Porque de eso se trata, el desarrollo nos lleva a desplegar nuestra esencia, eso que somos en verdad y que clama por salir. A este miedo Mashlow lo llamó Complejo de Jonás, en alusión al personaje bíblico.

¿Quién es Jonás?
Cuenta la historia del Antiguo Testamento que Jonás era un hombre común y silvestre que un día recibe un llamado de Dios, quien le dice algo así: “Che Jonás, hay lío en Nínive, necesito que vayas y pongas un poco de orden ahí”. Ante esto, Jonás le responde sorprendido: “¿Yo, profeta?! ¡Me parece que te estás equivocando de tipo! Ni siquiera sé hablar en público. Búscate otro”. Y lejos de partir a Nínive, toma el sentido contrario y se raja a un puerto en donde, literalmente, se ‘toma el buque’, huye. Estando en alta mar, se desata una tormenta tremenda y la tripulación teme que el barco se hunda. Rezando cada uno a sus dioses comienzan a preguntarse quién de ellos sería el causante de ese desastre. Es allí cuando Jonás confiesa que por miedo ha desoído el llamado que Dios le ha hecho. Sabiendo esto, se ponen todos de acuerdo y lo tiran por la borda. Al caer al agua, Jonás es tragado por una ballena y permanece en su vientre tres días y tres noches hasta que, al cabo de ese tiempo, es vomitado por el gran pez en tierra seca. Estando allí, vuelve a sentir el llamado de Dios. Esta vez se anima y responde. Jonás termina convirtiéndose en un gran profeta.

Nuestro miedo a la luz
Nada mejor que la historia de Jonás para ver una realidad que no siempre es fácil de asumir: tenemos miedo a nuestros propios talentos. Tememos a nuestras máximas posibilidades tanto como a las más bajas. Nos asusta llegar a ser aquello que vislumbramos en nuestros mejores momentos. Estamos entrenados instintivamente para tomar decisiones por seguridad, pero cuando se trata del desarrollo a veces patinamos un poco, o peor, salimos disparados en sentido contrario, como Jonás. Esto nos conduce a donde no pertenecemos –lugares, situaciones o personas– y desata fuertes tormentas, a veces externas y otras veces interiores. Pero cuando sentimos que nos ahogamos encontramos una especie de refugio. El vientre de la ballena es justamente eso para Jonás: un lugar para reflexionar donde se siente a salvo y no corre riesgos, pero donde tampoco hay verdadera vida. En el siglo XXI al vientre del gran pez lo llamamos zona de confort.

Vuelvo entonces a la pregunta del principio. Si encontramos un lugar donde no corremos riesgos, donde nos sentimos cómodos ¿por qué cambiar? La respuesta es simple. Porque no hay otra posibilidad que la tristeza para quien se esconde de sus llamados. Esto no significa que sea fácil, pero dice Walt Whitman en uno de mis versos favoritos: “Aunque el viento sople en contra, la poderosa obra continúa: Tú puedes aportar una estrofa”. Reconocer y hacernos cargo de nuestra estrofa es también una forma de humildad. No es la obra completa, pero tampoco es solo un punto y coma. De manera simple y lúcida lo expresó Virginia Gawel en el taller en donde con generosidad me enseñó sobre esto: “No vinimos a ser un bonsái de nosotros mismos”, dijo, en referencia a la necesidad de desplegarnos y brillar con luz propia.

El punto entonces no está en no tener miedo. Hay un tiempo para todo. Aún para temer, para refugiarnos en el vientre del gran pez. Pero debemos saber que ese no es un lugar para vivir y que tarde o temprano, por decisión propia o no, seremos expulsados de allí. Cuando eso ocurra y nos encontremos todos despatarrados de nuevo en tierra seca, será tiempo de recordar que ha llegado la hora del despliegue. El llamado siempre se renueva para quien se atreve a escuchar y hay una certeza que debe llenarnos de coraje: no existe posibilidad de no-error. Será cuestión, entonces, de que cuando llegue la hora oportuna nos atrevamos a tomar la pluma y, con la libertad de quien se sabe no un gran maestro sino parte de un experimento, empezar a garabatear nuestra estrofa. Resulta que, con viento en contra y todo, no habrá otra que suene mejor.


Carolina Abarca

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