UN TIEMPO PARA TODO
El capítulo 3 del libro del Eclesiastés enseña una enorme verdad: hay un
tiempo para todo. Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo
para plantar y un tiempo para cosechar, un tiempo para guardar y otro para
desechar, un tiempo para intentar y un tiempo para desistir.
Se trata de un poema más largo que intento leer seguido, ya que, en su gran
sabiduría, apacienta el vértigo de mis ansiedades (que nunca son pocas). Lo he
tenido especialmente presente en mis últimos meses en los que el común denominador
ha sido el cambio. La punta visible del iceberg es un cambio laboral que estoy
transitando, pero las raíces nacen profundas. Lo cierto es que hay decisiones
que exteriorizamos de un momento a otro pero son fruto de procesos interiores
que, más consciente o inconscientemente, hemos despertado hace tiempo y nos han
traído hasta aquí.
La pregunta que viene protagonizando mis conversaciones con amigos y colegas
es ¿Y por qué cambiar? Es curioso, porque la verdad es que me gustaba mucho mi
trabajo. De hecho, más de uno me increpó sorprendido: “¿Es verdad que te vas?
¡Pero si se te veía tan feliz!”. Ocurre que a veces no hay nada “malo” con lo
que estamos haciendo, pero sin entender demasiado bien por qué, hay algo
adentro de nosotros que nos empuja a salir… Alguno podría preguntarse: “Pero si
estaba bien ¿para qué meterse en el lío de empezar algo nuevo?”. La respuesta
que demos no podrá nunca ser del todo racional.
El psicólogo Abraham Mashlow explica muy bien esto que acabo de enunciar.
Postula que las personas tomamos decisiones de dos maneras: por seguridad o por
desarrollo. Las opciones de seguridad son absolutamente necesarias; pero cuando
el desarrollo viene, con miedo y todo, hace falta desplegar. Si bien las
opciones de seguridad tienden a relacionarse con nuestro instinto de
supervivencia, las decisiones que nos llevan al desarrollo no se explican tan
racionalmente ya que nos sacan de nuestra zona de confort. Es por esto que,
aunque nos parezca loco, encontramos resistencias y miedos a realizar opciones
que sabemos, o al menos intuimos, nos llevarán a desplegar nuestra propia luz.
Porque de eso se trata, el desarrollo nos lleva a desplegar nuestra esencia,
eso que somos en verdad y que clama por salir. A este miedo Mashlow lo llamó
Complejo de Jonás, en alusión al personaje bíblico.
¿Quién es Jonás?
Cuenta la historia del Antiguo Testamento que Jonás era un hombre común y
silvestre que un día recibe un llamado de Dios, quien le dice algo así: “Che
Jonás, hay lío en Nínive, necesito que vayas y pongas un poco de orden ahí”.
Ante esto, Jonás le responde sorprendido: “¿Yo, profeta?! ¡Me parece que te
estás equivocando de tipo! Ni siquiera sé hablar en público. Búscate otro”. Y
lejos de partir a Nínive, toma el sentido contrario y se raja a un puerto en
donde, literalmente, se ‘toma el buque’, huye. Estando en alta mar, se desata
una tormenta tremenda y la tripulación teme que el barco se hunda. Rezando cada
uno a sus dioses comienzan a preguntarse quién de ellos sería el causante de
ese desastre. Es allí cuando Jonás confiesa que por miedo ha desoído el llamado
que Dios le ha hecho. Sabiendo esto, se ponen todos de acuerdo y lo tiran por
la borda. Al caer al agua, Jonás es tragado por una ballena y permanece en su
vientre tres días y tres noches hasta que, al cabo de ese tiempo, es vomitado
por el gran pez en tierra seca. Estando allí, vuelve a sentir el llamado de
Dios. Esta vez se anima y responde. Jonás termina convirtiéndose en un gran
profeta.
Nuestro miedo a la luz
Nada mejor que la historia de Jonás para ver una realidad que no siempre es
fácil de asumir: tenemos miedo a nuestros propios talentos. Tememos a nuestras
máximas posibilidades tanto como a las más bajas. Nos asusta llegar a ser
aquello que vislumbramos en nuestros mejores momentos. Estamos entrenados
instintivamente para tomar decisiones por seguridad, pero cuando se trata del
desarrollo a veces patinamos un poco, o peor, salimos disparados en sentido
contrario, como Jonás. Esto nos conduce a donde no pertenecemos –lugares,
situaciones o personas– y desata fuertes tormentas, a veces externas y otras
veces interiores. Pero cuando sentimos que nos ahogamos encontramos una especie
de refugio. El vientre de la ballena es justamente eso para Jonás: un lugar
para reflexionar donde se siente a salvo y no corre riesgos, pero donde tampoco
hay verdadera vida. En el siglo XXI al vientre del gran pez lo llamamos zona de
confort.
Vuelvo entonces a la pregunta del principio. Si encontramos un lugar donde
no corremos riesgos, donde nos sentimos cómodos ¿por qué cambiar? La respuesta
es simple. Porque no hay otra posibilidad que la tristeza para quien se esconde
de sus llamados. Esto no significa que sea fácil, pero dice Walt Whitman en uno
de mis versos favoritos: “Aunque el viento sople en contra, la poderosa obra
continúa: Tú puedes aportar una estrofa”. Reconocer y hacernos cargo de nuestra
estrofa es también una forma de humildad. No es la obra completa, pero tampoco
es solo un punto y coma. De manera simple y lúcida lo expresó Virginia Gawel en
el taller en donde con generosidad me enseñó sobre esto: “No vinimos a ser un
bonsái de nosotros mismos”, dijo, en referencia a la necesidad de desplegarnos
y brillar con luz propia.
El punto entonces no está en no tener miedo. Hay un tiempo para todo. Aún
para temer, para refugiarnos en el vientre del gran pez. Pero debemos saber que
ese no es un lugar para vivir y que tarde o temprano, por decisión propia o no,
seremos expulsados de allí. Cuando eso ocurra y nos encontremos todos
despatarrados de nuevo en tierra seca, será tiempo de recordar que ha llegado
la hora del despliegue. El llamado siempre se renueva para quien se atreve a
escuchar y hay una certeza que debe llenarnos de coraje: no existe posibilidad
de no-error. Será cuestión, entonces, de que cuando llegue la hora oportuna nos
atrevamos a tomar la pluma y, con la libertad de quien se sabe no un gran
maestro sino parte de un experimento, empezar a garabatear nuestra estrofa.
Resulta que, con viento en contra y todo, no habrá otra que suene mejor.
Carolina Abarca
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