miércoles, 24 de febrero de 2016

MARTÍN CAPARRÓS
Periodista y escritor

CONTRA LA MALDICIÓN

Uno de esos megamitos que intentan explicar el mundo y sus alrededores dice que hubo, alguna vez, un dios tan rencoroso que condenó a sus criaturas a dejar de conversar. Era —debía ser— algo espantoso, si aquellos palestinos lo imaginaron como el peor castigo de su dios por su ambición de hacerse hombres; era —debía ser— algo eficaz, si su dios imaginó que con él impediría que sus criaturas siguieran desafiándolo. Todo había empezado cuando los vioconstruyendo una torre muy alta y se asustó: “Ahora nada de lo que se propongan les será imposible”, dijo, dicen, y decidió su maldición: “Vamos, bajemos y confundamos su lengua, para que nadie entienda el lenguaje del otro”. Y lo hizo, dice el megamito, y la conversación se hizo tan complicada, y tantas cosas se hicieron imposibles.

“VAMOS, BAJEMOS Y CONFUNDAMOS SU LENGUA, PARA QUE NADIE ENTIENDA EL LENGUAJE DEL OTRO”

Cuando ese dios del cuento inventó el nacionalismo quería que no pudiéramos hablar entre nosotros: que,confundidos, confusos, enfrentados, quedáramos bajo su mando para siempre. No le salió del todo mal: incapaces de entendernos, debimos callarnos y escucharlo. Hasta que, al fin, descubrimos que no hay mejor antídoto contra la voluntad de Uno que las voces de muchos: ese intento de encontrar palabras comunes que solemos llamar conversación.
Parece una obviedad; es muy difícil. Los medios de prensa, por ejemplo, todavía no saben bien cómo armar una. Durante siglos monologaron por cuenta de algún grupo o idea o interés; tenían para eso cierto monopolio sobre los saberes y los medios técnicos necesarios para contar y analizar lo que pasaba. Y así podían definir qué era “lo que pasaba”: eso que solemos llamar actualidad —o incluso— agenda. Decidir, en síntesis, los temas de la conversación.
Pero ya no pueden o, si acaso, menos cada vez. No sólo porque los ciudadanos desconfiamos; sobre todo, porque —contra la vieja maldición— tenemos cada vez más posibilidades de hablar entre nosotros: conversar. Todavía incipientes, todavía imperfectos, dinámicos, cambiantes, esos amplificadores de la plaza pública que solemos llamar redes sociales permiten esa conversación. Que a veces trata sobre cuestiones irritantes por lo tontas; otras, por lo agudas o lo urgentes.

PARA UNIRSE A LA CONVERSACIÓN, LOS MEDIOS DEBEN ENCONTRAR LOS MEDIOS Y, SOBRE TODO, EL ESPÍRITU

Para unirse a la conversación, los medios deben encontrar los medios y, sobre todo, el espíritu: volverse sin más una voz más, participar. No está claro cómo podrán hacerlo: en eso consiste el temor y el desafío de estos días. Dejar de perorar y empezar a conversar; escuchar, dar espacio, interactuar, descubrir o crear las maneras de ser lugares para muchos y ser, al mismo tiempo, el lugar donde algunos —los que mejor se han preparado para hacerlo— sigan contando lo que cuenta. En ese cruce entre monólogos y conversaciones —pero siempre contra la vieja maldición— podrían encontrar su sitio estos aparatos un poco soberbios, un poco antiguos, perdidamente apasionantes, que llamamos, según dónde nos pille Babel, periódicos o diarios.

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