lunes, 29 de febrero de 2016
La foto del encuentro de Jorge Bergoglio y Jorge Luis Borges
La historia de una inédita y anticipatoria imagen entre Francisco y Borges
El tiempo, el azar,
y la curiosa foto de los tres Jorges
Bergoglio: "Les traigo al escritor que no necesita presentación"
Lo que Borges llamaría "la memoria de lo pasado y la previsión del porvenir, vale decir, el tiempo"
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Fragmento del texto que escribió Borges
(BBC).- ¿Puede un encuentro anticiparse 50 años a las circunstancias que lo harán históricamente memorable? ¿O será uno de esos extraños episodios de lo que llamamos azar porque se trata simplemente de un mecanismo que no comprendemos y que también rige las operaciones del espíritu?
Esa sería una buena respuesta borgiana para explicar la foto adelantada a su tiempo que permitió capturar la reunión entre Jorge Bergoglio y Jorge Luis Borges mucho antes de que el primero de estos argentinos se convirtiera en Papa.
Era el año 1965 y el entonces maestrillo jesuita de Literatura convocó al ya célebre escritor para darles un curso a sus alumnos del Colegio Inmaculada Concepción de la provincia argentina de Santa Fe.
Los escritores en su intimidad: Jorge Luis Borges
Por su carácter anticipatorio, la foto que queda de aquel encuentro contiene tal vez lo que Borges llamaría "la memoria de lo pasado y la previsión del porvenir, vale decir, el tiempo".
BBC Mundo reconstruyó los pormenores de aquel momento que uniría a dos de las figuras más trascendentes de la historia argentina en una fotografía que terminaría de explicarse recién en el siglo siguiente.
Tomada en agosto de 1965, la imagen muestra al maestrillo jesuita Jorge Bergolio -a quienes sus alumnos llamaban "Carucha" por su "cara de nene"- mientras recibe al ya renombrado Borges en la sala de visitas del colegio.
Su rostro, con ademán gentil, se muestra complacido al dar la bienvenida al hombre ciego que acaba de ingresar al establecimiento donde aceptó dar unas clases de literatura gauchesca invitado por el religioso de 29 años, que aún no se ha ordenado sacerdote.
En medio de ambos, otro joven maestrillo, que también dicta clases de letras, inclina la cabeza rehuyendo a la cámara.
"Escúchame: ¡Hace 50 años de esta foto! Bergoglio era el profesor de letras en ese entonces... ¡No era el Papa!", le dice a BBC Mundo Jorge Gonzalez Manent, "el tercer Jorge de la foto", como él se llama a sí mismo.
"Yo no sabía que tenía que recordar ese momento para refrescarlo tanto tiempo después", se disculpa, mientras hurga en su memoria por detalles de la única imagen existente conocida hasta ahora entre ambos hombres. González Manent, quien tiene hoy 80 años, no llegó a ordenarse sacerdote y dejó los hábitos para convertirse en publicista. La fotografía que nos facilita es de su propio archivo: "Yo era director de la revista del colegio y tenía que recopilar material gráfico para el anuario".
"Esta foto la sacó gente del periódico El Litoral y la copia de papel con la que trabajé -que está en el museo del colegio- tiene atrás la diagonal trazada para la diagramación de la revista", precisa.
Juegos del azar
La búsqueda de los protagonistas de entonces nos lleva a las memorias entrañables de alumnos de cuarto y quinto año del secundario que iban a ser protagonistas, sin saberlo, de una asociación anticipatoria que marcaría sus vidas de asombrosas maneras.
Uno de ellos es Rogelio Pfirter, un diplomático argentino de vasta trayectoria, que acaba de ser nombrado embajador en el Vaticano.
"Parece un juego borgiano del azar convertirse en el embajador de su profesor del secundario convertido ahora en Papa", le dice Pfirter a BBC Mundo.
"Esa es una simbología que me emociona. El tiempo ha jugado para hacernos andar por distintos caminos y unirnos al final. Haber tenido a estos dos hombres juntos es una experiencia que mis compañeros y yo llevamos grabada como algo excepcional".
Y lo excepcional se remonta a aquellos días de colegio, luego del curso dictado por Borges, como lo relató el entonces cardenal Bergoglio al prologar el libro "De la edad feliz", que evoca esas vivencias y está escrito por otro de los alumnos, el hoy periodista Jorge Milia.
"Como ejercicio literario les pedía que escribieran cuentos; me impresionó su capacidad narrativa. De los cuentos escritos seleccioné algunos y los escuchó Borges", recuerda Bergoglio en el texto fechado el 1 de mayo de 2006.
"Él también quedó impactado y alentó la publicación; además quiso prologarla", continúa el hoy Papa, en un texto que parece dialogar con aquel prólogo de Borges al introducir el libro de los alumnos, llamado "Cuentos Originales".
"Este prólogo no solamente lo es de este libro, sino de cada una de las aún indefinidas series posibles de obras que los jóvenes aquí congregados pueden, en el porvenir, redactar", escribió Borges.
"Es verosímil que alguno de los ocho escritores que aquí se inician llegue a la fama, y entonces, los bibliófilos buscarán este breve volumen en busca de tal o cual firma que no me atrevo a profetizar", continuó el escritor, el 7 de octubre de 1965.
Jorge Milia, que se sentía la oveja negra entre aquellos alumnos por no aprobar muchas materias, terminó siendo el autor del libro que preservó esas preciadas memorias y recuerda cómo Bergoglio les presentó a Borges: "Les traigo al escritor que no necesita presentación".
"Y Borges era un viejo zorro sumamente seductor. Cuando lo dejabas articular dos palabras el mundo cambiaba y era todo magia", rememora Milia.
De lo que significaron sus alumnos Bergoglio llegó a escribir: "Los quise mucho. No me fueron ni me son indiferentes. Pasó el tiempo y no me olvidé de ellos."
Entre las gemas de aquellos recuerdos se destaca una anécdota desconocida que nos refirió entre sonrisas Jorge Gonzalez Manent y que aporta un inimaginable momento de intimidad entre el hoy Papa y el genio de las letras.
"Recuerdo que lo íbamos a buscar al hotel. Y ese día subió Bergoglio a buscarlo a la habitación y tarda más de lo que se supone para ir a un tercer piso", contó Manent.
"Cuando vienen, yo disimuladamente le hago el gesto de '¿qué pasó?' -porque algo había pasado- y Jorge también disimuladamente me dice: 'El viejo me pidió que lo afeitara'. Y ese había sido el motivo de la tardanza. Eso es un gesto de Borges y un gesto de Bergoglio", recordó.
El año pasado se cumplieron los 50 años de aquél célebre curso dictado por Borges en el colegio jesuita, y Maria Kodama, su viuda, fue la invitada de honor.
"Hicieron un homenaje recordando que Borges había estado allí con el Papa -que entonces era el sacerdote jesuita Jorge Bergoglio- y me invitaron para que yo hablara con los alumnos de esa camada y fue muy emocionante", recuerda Kodama.
"Algunos vinieron con la foto para mostrármela", le cuenta a BBC Mundo para revelarnos emocionada que ella misma le llevó de regalo las obras completas de Borges al ya papa Francisco en el año 2014.
"Fue un muy lindo momento. Él es una persona muy simpática. Le di la obra y quedó encantado".
La Higuera
dos experiencias:
Buda y Jesucristo
Xabie Pikaza
Ayer hablé de la higuera de Jesús en Lc 13, 6-9,en perspectiva histórica y social. Hoy hablaré también de la higuera de Buda.
Una misma higuera, dos experiencias distintas, quizá complementarias:
La higuera de Buda es el mismo Sakyamuni, convertido en Buda (Iluminado) por el conocimiento de sí mismo, de la verdad de su existencia. Por eso, cada Iluminado es Buda, repite en sí la experiencia de la higuera.
La higuera de Jesús es Israel, el conjunto de la humanidad que se seca,quedando sin fruto. Jesús quiere quiere que la higuera cambie, dé fruto,
, y por eso nos amenaza para que nos convirtamos.Jesús:-- La higuera es un signo del templo de Jerusalén, que llevaba mucho tiempo sin dar fruto, de manera que lo mejor era cortarla; por eso dice la tradición que Jesús la "maldijo", para que pudieran ser benditos todos los pueblos de la tierra.
-- La higuera podía ser el pueblo de Israel, tal como estaba representado por sus sacerdotes, un pueblo estéril, sin obras de vida; podía ser también un tipo de Iglesia cristiana, sin obras de vida, condenada a morir, a fin de que pudieran vivir todos los hombres y mujeres llamados por Dios a la vida.-- La higuera podía ser también la humanidad entera, que no responde a la voluntad de Dios, destruyéndose a sí misma, a través de un proceso de degradación moral, de ruina ecológica. La higuera estéril es la vida de un mundo que se destruye y se pierde por razones de violencia, de injusticia, de rechazo de la vida.Jesús como profeta tuvo que maldecir a la higuera estéril, poniendo así de relieve el riesgo de los hombres y mujeres que se oponen a la vida, que destruyen a los otros.
Buda:
A modo de contrapunto, frente a la higuera de Jesús (que era un profeta y amenazaba a la higuera estéril) podemos colocar la de Sakiamuni, Buda, que sigue siendo venerada en diversos lugares, como árbol de fecundidad y de conocimiento.
-- La higuera de Buda es el árbol sagrado de la iluminación, bajo el cual debemos colocarnos, para descubrir lo que somos, cada uno de nosotros, la cuádruple verdad del conocimiento (todo es dolor, el dolor nace del deseo...).-- Jesús era un profeta, y por eso amenazaba a la higuera estéril; Sakiamuni, en cambio, ha sido un contemplativo, y vió la higuera como signo del buen árbol que da fruto. Debajo de sus ramas, él mismo se convirtió en Buda, el Iluminado.-- Buda no era profeta para los otros, como Jesús, sino un hombre en búsqueda de la iluminación, que alcanzó bajo la higuera . No es profeta para los demás, pero ofrece a todos el ejemplo y testimonio de su vida, para que también nosotros alcancemos el conocimiento, cada uno debajo de su higuera... , superando el mundo inferior de los deseos vinculados a la muerte, para descubrir nuestra verdadera realidad, la liberación.-- La higuera es signo de equilibrio, de la eternidad del conocimiento, que libera al iluminado de la apariencia de muerte del mundo y le introduce en el Nirvana
Para seguir leyendo:
http://blogs.periodistadigital.com/xpikaza.php/2016/02/28/arbol-de-navidad-higuera-de-buda-higuera
domingo, 28 de febrero de 2016
Cerca de Umberto Eco
Se me ocurrió un cuento: el de alguien a quien el destino parece empujarlo a encontrarse con el escritor, y a la vez se lo impide
Durante unos años, en diversos sitios del mundo,
vi con frecuencia a Umberto Eco,
si bien nunca hablé con él.
Lo vi unas veces a una cierta distancia y otras muy
cerca, dotado de una ubicuidad admirable que le habría
convenido a un personaje de algunas de sus
Nueva York y de él salió Umberto Eco, corpulento y ágil,
y echó a andar con mucha prisa, con un cigarrillo en la
mano, sostenido entre las puntas de los dedos índice y
corazón. Me invitaron a Harvard Luis Fernández
Cifuentes y el gran Francisco Márquez Villanueva hace
veintitantos años, y después de recogerme en el hotel
me llevaron a cenar a un restaurante de Cambridge. En
la media luz, en una mesa del fondo, Umberto Eco se
llevaba reflexivamente a los labios una copa de vino
tinto, con aquel aire regio de gourmet de la vida que
tenía.
Una vez mi cercanía fue solo telefónica. Me había recibido protocolariamente un dignatario cultural español en Roma y una secretaria le pasó una llamada. Mientras esperaba la comunicación el dignatario me hizo un gesto de disculpa, añadiendo en voz baja, con un orgullo íntimo que le encendía la cara: “Es Umberto Eco”. Mientras él hablaba en italiano diciendo cada pocas palabras “Caro Umberto”, yo me distraía mirando un lujoso atardecer romano. Al cabo del tiempo, conociendo más al dignatario, pensé que tal vez había sido una llamada falsa, fingida para impresionarme. Quizás la ocasión en la que estuve más cerca de Eco fue en un restaurante de París, en la mesa contigua, si bien no llegué a verlo, porque estaba a mi espalda. El personaje que me había invitado después de una lectura apartó los ojos de mí y fue muy evidente que había dejado de oír lo que yo le decía, aunque continuara sonriéndome. Estaba nervioso, se removía en el asiento. “No te vuelvas”, me dijo. “Justo detrás de ti está Umberto Eco”. Su cercanía era un imán que desorientaba a mi interlocutor. Intentó seguir hablando como si nada, pero ya no podía, y menos aún escuchar. En un momento dado me dijo: “Tú a Eco lo conoces, claro”. Lamentando defraudarlo le contesté que no: aunque unas cuantas veces, en diversos sitios del mundo, me había cruzado con él. Se me ocurrió sobre la marcha la idea de un cuento: el de alguien a quien el destino parece empujarlo a encontrarse con Umberto Eco, y a la vez se lo impide. El narrador del cuento acaba descubriendo o sospechando que Umberto Eco, agobiado de compromisos internacionales, ha urdido una red de dobles o sosias, impostores verosímiles que lo sustituyen, que van agotadoramente de un lado a otro por las ferias del libro y los festivales internacionales de literatura mientras él reposa tranquilamente en su abadía toscana, escribiendo y leyendo, vestido con un mono azul y un sombrero de paja que se echa sobre la cara para dormir la siesta debajo de una higuera perfumada de azúcares y de savia.
Detectaba lo kitsch en la obra de autores canonizados y disfrutaba todo lo memorable de la cultura pop
Por animar algo la conversación que languidecía le conté a mi anfitrión la idea del cuento. Me dedicó una sonrisa débilmente interesada, aunque desalentadora. Se le notaba sumido en complicadas deliberaciones interiores. Quizás evaluaba la conveniencia dudosa de presentarme a Eco; o la posibilidad de saludarlo cuando termináramos la cena; o la de simplemente levantarse dejando la servilleta junto al plato recién empezado para ir a saludarlo él solo. Todo cambiaría si alguna de las miradas que lanzaba hacia ese punto situado justo detrás de mí se cruzaba con la del maestro y se producía el inevitable reconocimiento. ¿Y qué pasaba si Eco se levantaba y se iba sin dar tiempo al encuentro? Hubo algo heroico, tajante, en la energía con que mi anfitrión se levantó sin decirme nada, tan rápido que la servilleta se le cayó al suelo. Sin mirarme cruzó la distancia que lo separaba de la mesa de Eco. ¿Debería yo volverme, y mirar hacia ella, en la expectativa de que se me ofreciera sumarme al saludo? Pero, si me volvía, ¿estaría forzando indecorosamente una presentación que mi acompañante en ningún momento había sugerido?
No hice nada. Al principio ni seguí comiendo, por un escrúpulo de buena educación. Justo a mi espalda el encuentro se celebraba con los mejores auspicios, con risas y bromas en italiano y en francés, salpicadas de aquella expresión que con el tiempo ya se me volvía familiar, “Caro Umberto”. Al cabo de un rato, cuando yo ya había vuelto a dedicarme a la comida enfriada, volvió mi anfitrión, transpirando felicidad. “Tipo estupendo”, me dijo. Seguimos hablando sin mucha convicción y yo intentaba distinguir a mi espalda, entre los ruidos del restaurante, la voz de Umberto Eco. Quizás me lo presentaría cuando nos levantáramos al terminar la cena. Pero salimos y por fin me di la vuelta, y la mesa de Eco estaba vacía.
Quizás la ocasión en la que estuve más cerca de Eco fue en un restaurante de París, en la mesa contigua, si bien no llegué a verlo, porque estaba a mi espalda
Aquella suma de azares no se repitió. No volví a ver a Umberto Eco, ni de cerca ni de lejos, así que nunca pude darle las gracias por todas las cosas que había aprendido de él. En la primera pensión en la que viví en Madrid, el feo invierno de 1974, me desvelaba leyendo el primer libro suyo que cayó en mis manos, y el que tuvo una influencia más profunda y más duradera sobre mí, Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, aquella edición de Lumen con Superman en la portada sobre un fondo blanco. Dado el rancho intelectual e ideológico del que solíamos alimentarnos entonces, aquel libro era un deslumbramiento de inteligencia, conocimiento e ironía que lo forzaba a uno a abrir los ojos a la presencia real de las cosas, a leer con atención verdadera los libros y mirar las imágenes. La perspicacia lectora y plástica de Eco era más estimulante todavía por su falta de prejuicios. Su sentido crítico para detectar lo sentimental y lo kitsch en la obra de autores canonizados —Picasso, Hemingway, Bradbury— era compatible con la evidencia de su capacidad de disfrutarlo todo, todo lo que mereciera respeto y fuera memorable en la cultura pop.
Uno devoraba sus análisis formales de una tira de Charlie Brown o una página de un cómic policial de los años cuarenta con el mismo interés, y con el mismo provecho, que sus reflexiones sobre el virtuoso escándalo de San Bernardo de Claraval en el siglo XII al contemplar las figuras irreverentes y fantásticas labradas en los capiteles románicos. El libro se publicó por primera vez en 1964: en vez de dejarlo obsoleto, los cambios tecnológicos radicales del último medio siglo lo han vuelto más actual. La pesadumbre de los apocalípticos de entonces hacia la televisión, los tebeos y la música pop se parece mucho a la de los de ahora frente a Internet y las redes sociales. Pero igual de tonto, y hasta peligroso, es el entusiasmo incondicional de los integrados, que abrazan cada novedad tecnológica como un adelanto del paraíso terrenal.
Qué pena no haber estrechado nunca la mano de Umberto Eco. Estuve cerca, eso sí.
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