¿Ha abierto Francisco una brecha en el divorcio?
Paso a paso, piedra a piedra, el Papa va haciendo su
revolución en la Iglesia dando la primacía a la realidad
de la vida y a sus dramas humanos
Los cristianos empiezan a acostumbrarse a las provocaciones del papa Francisco, que sigue lanzando piedras para remover las posiciones atávicas de retroceso de la Iglesia, que no se conjugan con las necesidades de un mundo que ha cambiado.
Francisco parece lanzar esas piedras en el lago de la inmovilidad religiosa con la mayor de las inocencias y acaba sorprendiendo por lo que entrañan de revolucionario. Empezó a hacerlo al abordar el tema de los homosexuales, tabú para la Iglesia, cuando dijo que quién era él para juzgarles si Dios no lo hacía.
Volvió a la carga al recordar a los obispos que en el mundo de hoy “existen formas diferentes de familia”, dando a entender que la Iglesia no puede dejar de lado el drama de millones de matrimonios que un día decidieron separarse y hasta formar un nuevo hogar, y que acabaron siendo execrados por la Iglesia que les negó los sacramentos.
Hasta en el tema más delicado del aborto, Francisco recordó que los sacerdotes deben saber interpretar con misericordia el dolor de algunas mujeres que deciden deshacerse de una maternidad víctimas de profundos dramas personales.
Francisco conoce el drama de millones de divorciados católicos que desearían poder seguir participando de los sacramentos sin ser proscritos ni condenados por la Iglesia. O que atenazados por una crisis matrimonial desearían deshacer su compromiso. Conoce también la hipocresía de ciertas sentencias del tribunal de la Sagrada Rota que posee el poder de anular matrimonios. Sabe muy bien Francisco que muchas personas importantes, ricas y famosas han conseguido de forma discutible la anulación del matrimonio por parte del tribunal eclesiástico. La Iglesia afirma que no se trata de una separación sino de demostrar que a aquel matrimonio, a veces de años, le faltó algún requisito a la hora de ser contraído y por tanto era inválido.
Francisco sabe, sin embargo, que la casuística de la Iglesia a lo largo del tiempo se fue enriqueciendo de motivos que fueron facilitando la anulación, como la “falta de discreción de juicio” de uno de los cónyuges o la “dificultad de ser fiel en el matrimonio”. Las crónicas cuentan incluso con casos de separación de matrimonios por no haber sido consumados a pesar de haber tenido varios hijos.
Francisco sabe que la Iglesia nunca admitirá el divorcio civil, pues considera el matrimonio religioso indisoluble. No ignora al mismo tiempo que hoy casi la mitad de los matrimonios han sido ya rotos, por lo menos una vez, incluso entre los católicos.
¿Qué ha hecho el Papa? Lanzar una de sus provocaciones. Sin pronunciar la palabra “divorcio”, que horroriza a la Iglesia conservadora, ha hablado de “separación”. Y ha justificado un posible divorcio de dos cristianos con estas palabras: “Hay casos en que la separación es inevitable, a veces incluso moralmente necesaria, para sustraer a los hijos de la violencia y la explotación”.
Francisco se ha referido a las “heridas que se producen en la convivencia familiar”. Según él, que gusta subrayar la realidad de la vida y de las cosas sin petrificarlas con fórmulas dogmáticas, se trata de aquellos casos en los que la relación ”en vez de expresar amor, hiere los afectos más queridos, provocando profundas heridas entre el marido y la mujer”.
¿Quiénes acaban pagando el precio mayor de esas violencias familiares? Los hijos, dice Francisco. Por todo ello, según el Papa, a veces esa separación conyugal, llámese o no divorcio, puede resultar “inevitable y moralmente necesaria”.
Es ya objeto de estudio en la Iglesia y fuera de ella la forma escogida por el jesuita para abordar y revisar algunas verdades impuestas por la Iglesia a lo largo de los siglos. Francisco no ataca directamente verdades consideradas dogmas de fe o de moral. Lo hace de forma oblicua, mirando no a la ley escrita, sino a la realidad de cada caso concreto de la vida.
En eso se parece al profeta de Nazaret cuando, provocado por los fariseos que llevaron hasta él a una mujer sorprendida en adulterio, le recordaron que la ley judía mandaba lapidarla. Jesús no niega la ley ni dice que debe ser abolida. Se centra en aquel caso concreto, advierte la hipocresía de los acusadores, muchos de ellos probablemente más adúlteros que aquella mujer, y les provoca diciendo que el que “esté limpio de pecado” puede empezar a apedrearla. El Evangelio cuenta que “se fueron todos empezando por los más viejos”. Jesús le salvó la vida a la adúltera sin condenarla y sin atacar la ley.
Paso a paso, piedra a piedra, Francisco va creando su revolución en la Iglesia, dando la primacía al Evangelio de la misericordia y de la comprensión de la realidad humana, en vez de a las frías condenas y anatemas.
Todo ello, en el estilo del Evangelio que proclama la primacía del perdón sobre la severidad de la ley y que recuerda que Jesús, de quien la Iglesia no podrá nunca apartarse sin traicionar sus orígenes, vino “para los enfermos y no para los sanos”, para “los pecadores y no para los justos”.
Francisco ha dejado saber que ya no vivirá mucho.
Ojalá se equivoque. La Iglesia y el mundo necesitan con urgencia de las provocaciones y del ejemplo de vida pobre y despojada de este Papa compasivo en un mundo en el que los poderes -tanto el político como el religioso- se pudren enfermos de corrupción con sed de castigos y venganzas.
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