Límites de la libertad de expresión
Leonardo Boff
Los
atentados terroristas al principio de este año en París y en Copenhague a
propósito de caricaturas consideradas como insultantes a Mahoma, atentados
perpetrados por extremistas islámicos, han puesto sobre la mesa la libertad de
expresión. En Francia hay una verdadera obsesión, casi histeria, con la
afirmación ilimitada de la libertad de expresión, legado sagrado, como dicen,
del iluminismo y de la naturaleza laica del Estado. Es algo absoluto.
Contrariamente
y con razón afirmó el obispo profético Don Pedro Casaldáliga: «nada hay
absoluto en el mundo a no ser Dios y el hambre; todo lo demás es relativo y
limitado». Extendiendo el teorema de Gödel más allá de la matemática, se puede
afirmar la insuperable incomplección y limitación de todo lo que existe. ¿Por
que debería ser diferente con la libertad de expresión? Esta no escapa a los
límites que deben ser reconocidos, de lo contrario daríamos libre curso al vale
todo y a las vendettas. La idea francesa de la libertad de expresión supone una
tolerancia ilimitada: hay que tolerar todo. Afirmamos por el contrario: toda
tolerancia tiene siempre un límite ético que impide el «vale todo» y la falta
de respeto a los otros que corroe las relaciones personales y sociales.
Todo
ejercicio de la libertad que implique ofender al otro, amenazar la vida de las
personas y hasta de todo un ecosistema (deforestación indiscriminada) y violar
lo que es considerado como sagrado, no debe tener lugar en una sociedad que se
quiere mínimamente humana. Ahora bien, hay franceses (no todos) que quieren la
libertad de expresión inmune a cualquier restricción. El resultado de esa
pretensión ha sido tristemente constatado: si la libertad es total entonces
debe valer para todos y en todas las circunstancias. Es lo que pensaron,
ciertamente, (no yo) los terroristas que asesinaron a los caricaturistas de
Charlie Hebdo y a otras personas en Copenhague. En nombre de esta misma
libertad ilimitada. De poco vale alegar que existe el recurso a la ley. Pero el
mal una vez hecho no siempre es reparable y deja marcas indelebles.
La
libertad sin límite es absurda y no hay como defenderla filosóficamente. Para
contrapesar las exageraciones de la libertad solemos oír la frase, tenida casi
como un principio: «mi libertad termina donde empieza la tuya».
Nunca
vi a nadie cuestionar esta afirmación, pero tenemos que hacerlo. Pensando en
los presupuestos subyacentes debemos someterla a una crítica más atenta. Se
trata de la típica libertad del liberalismo como filosofía política.
Expliquémoslo
mejor: con el derrumbe del socialismo realmente existente, como lo reconoció en
cierta ocasión el papa Juan Pablo II, se perdieron algunas virtudes que aquel,
bien o mal, había suscitado: el sentido del internacionalismo, la importancia
de la solidaridad y la prevalencia de lo social sobre lo individual.
Con
la llegada al poder de Thatcher y Reagan volvieron con toda la fuerza los
ideales liberales y la cultura capitalista sin el contrapunto socialista: la
exaltación del individuo, la supremacía de la propiedad privada, la democracia
solo delegataria, y por eso reducida, y la libertad de los mercados. Las
consecuencias son visibles: actualmente hay mucha menos solidaridad
internacional y preocupación por los cambios en pro de los pobres del mundo.
Predomina la competición perversa y la falta de solidaridad que elimina a los
débiles.
Con
este telón de fondo debe ser entendida la frase «mi libertad termina donde
empieza la tuya». Se trata de una comprensión individualista, del yo solo,
separado de la sociedad. Es el deseo de verse libre del otro y no de
ejercer la libertad con el otro.
Se
piensa: para que tu libertad empiece, la mía tiene que acabar. O para que tú
comiences a ser libre, yo debo dejar de serlo. Consecuentemente, si la libertad
del otro no comienza por cualquier razón, entonces eso significa que la
libertad no conoce límites, se expande como quiere porque no encuentra límites
en la libertad del otro. Ocupa todos los espacios e inaugura el imperio del
egoísmo. La libertad del otro se transforma en libertad contra el
otro.
Esa
comprensión subyace al concepto vigente de soberanía territorial de los estados
nacionales. Hasta los límites de otro estado, es absoluta. Más allá de esos
límites, desaparece. La consecuencia es que la solidaridad ya no tiene lugar.
No se promueve el diálogo, la negociación, buscando convergencias y el bien
común supranacional, como se ha podido comprobar claramente en los distintos
Encuentros de la ONU sobre el calentamiento global. Nadie quiere renunciar a
nada. Por eso no se llega a ningún consenso, mientras el calentamiento global
sube día a día.
Cuando
hay un conflicto entre dos países normalmente se usa el camino diplomático del
diálogo. Frustrado este, se piensa en la utilización de la fuerza como medio
para resolver el conflicto. La soberanía de uno aplasta la soberanía del otro.
Últimamente,
dada la destructividad de la guerra, ha surgido la teoría del gana-gana para
superar el gana-pierde. Se establece el diálogo. Todos se muestran flexibles y
dispuestos a concesiones y ajustes. Todos salen ganando, manteniendo la
libertad y la soberanía de cada país.
Por
eso, la frase correcta es esta: mi libertad solamente comienza cuando comienza
también la tuya. Es el legado perenne dejado por Paulo Freire: jamás seremos
libres solos; sólo seremos libres juntos. Mi libertad crece en la medida en que
crece también la tuya y conjuntamente gestamos una sociedad de ciudadanos
libres y libertos.
Detrás
de esta comprensión está la idea de que nadie es una isla. Somos seres de
convivencia. Todos somos puentes que nos ligan unos a otros. Por eso nadie es
sin los otros y libre de los otros. Todos estamos llamados a ser libres con
los otros y para los otros. Como bien dejó escrito Che Guevara en su
Diario: «solamente seré verdaderamente libre cuando el último hombre haya
conquistado también su libertad».
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