domingo, 8 de junio de 2014




Las religiones asiáticas conciben a Dios de forma no personal, pero las religiones abrahámicas entienden que Dios no puede ser menos que personal. Ahora bien, es posible entender la persona como encerrada en si misma o como abierta a los demás. Este segundo modo de entender lo personal parece más rico, más dinámico, más acorde con la experiencia. La concepción cristiana de Dios como Trinidad ha ayudado a concebir la persona como solidaria más que como solitaria. La persona es tal cuando vive en comunión con otras personas. La comunión entre personas la sustenta el amor. Precisamente el amor es lo que une a las personas. Por eso, el amor crea unidad. La unidad más fuerte no es la del átomo, sino la que brota del amor. En esta línea se comprende el Dios cristiano: un solo Dios en comunión de personas. Por eso, los cristianos tenemos con Dios una relación personalizada: somos hijos del Padre, hermanos del Hijo, amigos del Espíritu.

A partir de ahí podemos comprender que el ser humano, creado a imagen de Dios, es tanto más persona cuanto más se asemeja a las personas divinas. Una imagen significativa (aunque limitada) de tres personas entendiéndose como unidad es la del matrimonio abierto al hijo. Ahí podemos encontrar un reflejo del misterio trinitario: por una parte, el amante ama al amado y el amado al amante. Pero si la relación se queda en dos, corre el riesgo de entrar en un “egoísmo de dos”. El amor necesita ser no solo mutuo, sino compartido. El círculo cerrado del amor mutuo entre dos personas es insuficiente para la perfección del amor. Los dos necesitan compartir su amor recíproco con un tercero. Para la perfección del amor es necesario abrirse al tercero. El amor pleno no es binario, sino ternario: el amante, el amado y el co-amado (o los co-amados). El amante no solo ama al amado, sino que desea que los dos (el amante y el amado) tengan la alegría de amar juntos a un tercero, y que ambos sean amados por ese tercero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario