jueves, 5 de junio de 2014

El altar no es un parapeto

José Manuel Bernal


Lo vengo observando desde hace tiempo. El sacerdote celebrante, al comenzar la misa, llega al altar, lo besa, y se instala en él como atrincherándose en su puesto de mando. Desde ahí dirige la celebración, proclama los saludos rituales a la asamblea, pronuncia las oraciones y, en algunos casos, hasta pronuncia la homilía. Solo utiliza la sede para escuchar cómodamente las lecturas.
El altar deja de ser entonces la mesa del banquete eucarístico, o el ara del sacrificio, imagen de Cristo [petra autem erat Christus]. Suele ser un artefacto excesivamente grande, demasiado arrimado al muro, a la sede del sacerdote; su carácter de exento casi pasa inadvertido; angosturas y estrecheces rompen la limpieza de sus líneas: le rodean grandes jarrones con flores, imponentes candelabros y toda clase de adornos.

El altar, la mesa del banquete, debiera situarse en un espacio central, despejado, visible, limpio, libre de agobios y angosturas. Nunca debiera parecer ni un parapeto, donde se instala el cura; ni una mesa de conferencias, desde la que se predica y se lanzan consignas; menos aún un espacio util donde se apoya toda clase de objetos y utensilios, libros, gafas, papeles, micrófonos, etc.
El altar es símbolo, imagen de Cristo; por eso lo besa el sacerdote al comenzar la celebración, lo inciensa, se lo adorna y es objeto de veneración. El altar polariza la atención y el interés de toda la asamblea. Porque en esa mesa se celebra el banquete eucarístico, se colocan el pan y el vino, se pronuncia la acción de gracias, se parte el pan y se distribuyen los dones a la comunidad reunida. Es la mesa del banquete y del sacrificio, la mensa sacramenti. Junto con la liturgia de la palabra, [la mensa verbi], cuyo centro de interés son la cátedra y el ambón, ambas mesas, la del sacramento y la de la palabra, constituyen la gran liturgia eucarística.
El sacerdote debiera respetar la doble polaridad de la celebración. La primera parte, la liturgia de la palabra, se preside desde la sede; la segunda, la del banquete, desde el altar. Sede y altar son los dos polos del espacio celebrativo. En torno a la sede y el ambón se desenvuelve la mesa de la palabra, la mensa verbi; en torno al altar gira la liturgia del banquete, la mensa sacramenti. Esto no es solo cuestión de reglas litúrgicas, ni de simbolismos vacíos; es, sobre todo, exigencia pedagógica y de sensibilidad pastoral.
Es cierto que no hay que cargar toda la responsabilidad en los curas. Debemos reconocer que la distribución de los espacios celebrativos, en buena parte de nuestras iglesias, no está bien resuelta; el altar suele colocarse muy pegado a la sede; esta, la sede, no suele estar colocada en el sitio más adecuado y, con frecuencia, carece de prestancia y de consistencia; cualquier silla, hasta la más vulgar, sirve para sede. Al ambón, como lugar reservado a la proclamación solemne de la palabra de Dios, no se le da siempre la importancia que merece. Todo este conjunto de espacios, que debieran estar colocados en un plano levemente elevado, aparece a veces excesivamente alto, como en una atalaya, bordeado de escaleras y barandillas; otras veces, en un alarde de llaneza, el presbiterio aparece colocado a ras de suelo y apenas puede ser visto por la asamblea.

Hay que buscar el justo medio; y en ello tienen un alto grado de responsabilidad los arquitectos. Cuando se acondiciona un espacio celebrativo, al que podemos llamar presbiterio, debemos estudiar con sentido litúrgico y pastoral donde hay que colocar los diferentes elementos: la mesa del altar, la sede o cátedra y el ambón. Cada elemento debe tener su espacio apropiado y fijo, no sometido a las veleidades y caprichos del cura de turno.

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