Cada cual tiene su tiempo
y después entra
en silencio
Leonardo Boff
Hay
un libro curioso del Primer Testamento, el Eclesiastés (en hebreo Cohélet), que
no menciona la elección del pueblo de Dios, ni la alianza divina, ni siquiera
la relación personal con Dios. Representa la fe judía inculturada en la visión
griega de la vida. Posee una mirada aguda sobre la realidad tal como se
presenta y alimenta la reverencia hacia todos los seres. Tiene un pasaje muy
conocido que habla del tiempo: hay “un tiempo de nacer y un tiempo de morir;
tiempo de arrancar y tiempo de plantar, tiempo de reír y tiempo de llorar,
tiempo de amar y tiempo de odiar, tiempo de guerra y tiempo de paz” (Ecl
3,2-8).
Hay
muchas formas de tiempo. Tenemos que liberarnos del tipo de tiempo dominante de
los relojes. Todos somos rehenes de este tipo de tiempo mecánico. Se conocen
distintos relojes. El primero fue el reloj de sol, hace ya 16 siglos. Se supone
que fueron los asiáticos quienes inventaron por primera vez el reloj. En el año
725 de nuestra era, un monje budista inventó un reloj mecánico que a base de
baldes de agua hacía una rotación completa en 24 horas. En Occidente se
atribuye a otro monje, un benedictino, después Papa Silvestre II (950-1003), la
invención del reloj mecánico actual.
Hoy
nadie anda sin algún tipo de reloj mecánico que mide el tiempo a partir de las
rotaciones de la Tierra alrededor del Sol. Pero esa visión mecánica del tiempo
del reloj ha estrechado nuestra percepción de los muchos tiempos que existen,
como refiere el Eclesiastés. Los cosmólogos modernos nos han despertado a los
distintos tiempos. Todo en el proceso de la evolución posee su timing.
Si no se respeta cierto timing, todo cambia y ni nosotros mismos
estaríamos aquí para hablar del tiempo.
Así,
por ejemplo, inmediatamente después de la primera singularidad, el big bang,
la explosión inmensa aunque silenciosa pues había todavía no había espacio para
acoger el estruendo, ocurrió la primera expresión del tiempo. Si la fuerza
gravitacional, la que hace expandir y al mismo tiempo sujeta las energías y las
partículas originarias (la más importante de las cuatro existentes) hubiese
sido durante millonésimas de segundo más fuerte de lo fue, habría retraído todo
hacia sí causando explosiones sobre explosiones y el universo habría sido
imposible. Si hubiese sido, durante millonésimas de segundo, un poco más débil,
los gases se habrían expandido de tal forma que no se habría producido su
condensación y no habrían surgido las estrellas, ni todos los elementos que
forman el universo, no existiría el Sol, ni la Tierra ni nuestra existencia
humana.
Pero
existió el tiempo necesario para el equilibrio entre la expansión y la
contención que acabó abriendo un tiempo para todo lo que vino posteriormente.
Hubo un tiempo exacto en el que se formaron las grandes estrellas rojas, dentro
de las cuales se forjaron los ladrillitos que componen a todos los seres. Si
ese tiempo exacto hubiera sido desperdiciado, nada más habría sucedido.
Hubo
un tiempo exactísimo, un momento dado en el que debían surgir las galaxias. Si
hubiese faltado aquel tiempo, no habrían surgido los cien mil millones de
galaxias, los miles y miles de millones de estrellas, y luego los planetas como
la Tierra. En un exactísimo momento de alta complejidad de su evolución, irrumpió
la vida. Perdido ese tiempo, la vida no estaría aquí irradiando. Todo apuntaba
hacia la irrupción de la vida más adelante. El célebre físico Freeman Dyson
dice: «cuanto más examino el universo y estudio los detalles de su
arquitectura, más evidencia encuentro de que el universo de alguna forma
presentía que nosotros estábamos en camino».
Hay
pues tiempos y tiempos, no solo el tiempo esclavizante y mecánico del reloj. La
Iglesia guardó el sentido de la diversidad de los tiempos. Cada tiempo del año,
Navidad, Cuaresma o Pascua tiene su color específico.
Generalmente
vivimos los tiempos de las cuatro estaciones a través de las trasformaciones
que ocurren en la naturaleza. En nuestra infancia, en tierras del interior, los
tiempos estaban bien definidos: de enero a abril, tiempo de las uvas, de los
higos, las sandías y los melones. Mayo, tiempo de plantar el trigo, y
octubre-noviembre de su cosecha.
Nosotros
los niños esperábamos con ansiedad dos tiempos sociales, en los cuales todo el
pueblo se reunía para una gran confraternización: la fiesta de la “polenta e
osei” (polenta y pajaritos). Como los bosques eran vírgenes abundaban todo
tipo de pájaros que se cazaban especialmente para la fiesta. La otra era la “buchada”
, comida con pan y vino en largas mesas, seguida de bizcocho y jalea de
frutas.
Estos
y otros tiempos conferían distintos sentidos a la vida. Había la espera del
tiempo, su vivencia y su recuerdo.
Todo
el universo tiene su tiempo que se concreta en dos movimientos que se dan
también en nosotros: nuestros pulmones y nuestros corazones se expanden y se
contraen. Lo mismo hace el universo mediante la gravedad: al mismo tiempo que
se dilata se sujeta, manteniendo un equilibrio sutil que hace que todo funcione
armoniosamente. Cuando pierde ese equilibrio es señal de que prepara un salto
hacia delante y hacia arriba en dirección a un nuevo orden que también se
expande y se contrae.
Cada uno de nosotros tiene su
tiempo biológico, determinado no por el reloj mecánico, sino por el equilibrio
de nuestras energías. Cuando llegan a su clímax, que puede ser a los 10, 15,
50, 90 años, se cierra nuestro ciclo y entramos en el silencio del misterio.
Dicen que es ahí donde habita Dios que nos espera con los brazos abiertos, como
un Padre y una Madre lleno de saudades.
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