¿Quién beatificará a los otros mártires?
José Manuel Bernal
Estoy seguro de que a mucha gente se le ha pasado por la cabeza; sobre todo al oír las sorprendentes palabras del cardenal Angelo Amato. Porque también hay muchos mártires, además de los que fueron beatificados el domingo en Tarragona, «jóvenes y ancianos, padres y madres de familia. Son todos víctimas inocentes que soportaron cárceles, torturas, procesos injustos, humillaciones y suplicios indescriptibles». El purpurado romano se refería a los mártires beatificados; pero, con esas mismas palabras, podemos también referirnos a la multitud de represaliados políticos, masacrados impunemente después de terminada la guerra a manos de los vencedores.
Estos tampoco fueron «caídos de la guerra civil», sino atrozmente sometidos en la posguerra a una terrible purga exterminadora. También aquí, en esa España vencedora, asistimos a un «exterminio programado», no de la Iglesia, sino de todos los disidentes que, haciendo uso de su libertad, defendían ideas políticas diferentes a las impuestas por los vencedores. También estos mártires, los que no han sido beatificados, fueron «víctimas de una radical persecución», no religiosa sino civil, impuesta por una dictadora inmisericorde. Estos mártires civiles, la mayoría, «no eran combatientes, no tenían armas, no se encontraban en el frente, no apoyaban a ningún partido, no eran provocadores. Eran hombres y mujeres pacíficos». Eso lo dice el cardenal Amato refiriéndose a los beatificados; y es cierto; pero habría que decirlo también, para ser justos, de tanto fusilados de la posguerra española, abandonados vergonzosamente en las cunetas de nuestros pueblos, cuyo único delito había consistido en ser concejal de un ayuntamiento regido por los republicanos, o ser afiliados de un sindicado obrero, o manifestarse fieles y respetuosos con la Constitución, o con el régimen establecido. Estos no fueron «matados por odio a la fe», sino por odio a sus ideas y convicciones políticas.
De todo esto no debe estar muy informado el purpurado romano; o, si lo está, no ha querido tenerlo en cuenta. Porque, junto a los mártires que entregaron su vida fieles a su fe cristiana, debiéramos recordar también con todo el respeto de nuestra alma, a todos aquellos que tuvieron que huir a otros países para salvar su vida, artistas, intelectuales, médicos, escritores; a todos aquellos niños que fueron trasportados a Rusia; a todos aquellos maestros (¡tantos maestros!) que fueron desterrados y humillados por defender la libertad de enseñanza; a todos aquellos que, después de ser fusilados, fueron abandonados en las cunetas, o amontonados en fosas comunes, a cuyos familiares y descendientes aún no se les ha concedido la satisfacción de poder recoger sus restos y poder darles una sepultura digna donde venerar su memoria.
Yo soy creyente y venero la memoria de todos aquellos cristianos, sacerdotes, religiosos y laicos, que la Iglesia reconoce como beatos. Ellos han sido sacrificados por su condición religiosa, su fe en el evangelio de Jesús. Ha sido un testimonio impresionante. Pero pienso también en esos otros mártires. También ellos permanecieron fieles a sus principios, a sus convicciones políticas; fueron personas justas, pacíficas, honradas; en su mayoría, trabajadores humildes y pobres. Ante estos hechos, uno se pregunta si la Iglesia no va a sacar la cara por estos mártires. Uno se pregunta quién será capaz de beatificar a estos mártires, quién les sacará del anonimato, quién tendrá la valiente osadía de honrar su memoria.
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