Dios como misterio
El Dios que en Jesucristo se revela resulta paradójico: es un Dios revelado y velado al mismo tiempo. Le conocemos, pero sigue siendo un desconocido. Es luz, pero una luz inaccesible, una luz que ciega. ¿Qué puede significar eso? En la humanidad de Jesús de Nazaret, Dios se nos ha dado a conocer, pero al modo humano. Jesús es la traducción humana del modo de ser, de pensar y de actuar de Dios. Precisamente porque se trata de un conocimiento humano, que está a nuestro nivel, no agota el misterio inaccesible de Dios. Dios es más grande que todas sus manifestaciones, incluida su manifestación en Jesús de Nazaret. Dios siempre es mayor.
Cuando Dios se revela en Jesús resulta sorprendente. Entendemos lo que allí se nos dice, pero esto que entendemos nos maravilla, nos sorprende, nos obliga a pensar, a plantearnos las cosas de otra manera. El encuentro con el misterio de Dios manifestado en Jesús nos obliga a cambiar, nos abre a dimensiones inesperadas, a maravillas siempre nuevas. Allí descubrimos una tierra virgen e inexplorada que nunca hubiéramos imaginado sin este encuentro con Jesús.
Lo que en Jesús se manifiesta es un misterio de misericordia, amor y gratuidad. Que siempre va más allá de nuestra manera de entender y vivir el amor y la misericordia. Por ejemplo, en la parábola del samaritano misericordioso se revela no sólo la bondad y la compasión, sino un extraño modo de amar y de compadecerse. Porque el samaritano hace cosas inesperadas: no sólo atiende al herido, sino que lo monta en su propio coche, lo conduce al hospital, se queda para cuidar de él, paga los gastos de hospitalización y anuncia que pagará todo lo necesario para curarle. El samaritano se pasó de bueno, va más allá no sólo de lo que se puede exigir, sino también de lo que se puede esperar. Allí se revela un misterio de amor que supera todos los criterios humanos, se manifiesta hasta dónde puede llegar el amor.
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