El Papa Francisco revisa la teología del infierno
Sólo en el siglo VI con San Agustín nace en la
Iglesia la idea de una pena para siempre, sin retorno
La
Iglesia oficial defiende desde el siglo XV que el castigo del infierno
destinado a los pecadores es “eterno”, idea iniciada en el siglo VI con San
Agustín. El Papa Francisco acaba de revisar dicha doctrina católica al afirmar
que la Iglesia “no condena para siempre”.
Sin
necesidad de grandes encíclicas, con sus charlas habituales, Francisco está
llevando a cabo una revisión de la Iglesia para acercarla a sus raíces
históricas.
El
último golpe de gracia lo ha dado en un momento un poco más solemne que en sus
charlas habituales con los periodistas. Esta vez ha aprovechado, días atrás, su
discurso a los nuevos cardenales para recordarles que el castigo del infierno
con el que la Iglesia ha atormentado a los fieles no es “eterno”.
Según
Francisco, en el DNA de la Iglesia de Cristo, no existe un castigo para
siempre, sin retorno, inapelable.
El
papa jesuita es licenciado en teología aunque no hizo el doctorado. Quizás de
él podría hoy decir el papa dimisionario y doctor en teología, Benedicto XVI lo
que afirmaba de su antecesor, el papa polaco, Juan Pablo II: que sabía poca
teología.
Durante
una cena informal en Roma, en casa de periodista alemán, amigo suyo, Ratzinger
confió, en efecto, a los pocos comensales presentes que el papa Wojtyla “era
más poeta que teólogo” y que él, como Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, cargo que ocupaba entonces, necesitaba revisar sus discursos
y documentos papales para que no se le escapara “alguna imprecisión teológica”.
Francisco
es, sin embargo, un fiel seguidor de la teología que se inspira en el
cristianismo original, que era, afirma él, no el de la “exclusión” sino el de
la “acogida” de todos, incluso de los mayores pecadores. Se inspira en aquel
cristianismo antes que la teología liberal del profeta Jesús de Nazaret fuera
contaminada por la severa teología aristotélica y racional.
No
fue un lapsus la afirmación de Francisco a los cardenales de que la Iglesia “no
condena a nadie para siempre”, que equivale a decir que el castigo de Dios no
es “eterno”, ya que las puertas de la Iglesia de la misericordia y del perdón
están siempre abiertas para el pecador.
El
papa que está exigiendo a los suyos, empezando por los cardenales, el ir al
encuentro de los que el mundo olvida y margina en vez de perder su tiempo en
los palacios del poder, sabe que esa doctrina teológica sobre la eternidad e
irreversibilidad de las penas del infierno, fue sufriendo cambios a lo largo de
la Historia de la Iglesia.
Hasta
el siglo III la Iglesia nunca defendió la doctrina de la eternidad del
infierno. Al revés, el exegeta de las Escrituras, Orígenes (250 ) defendió la
doctrina de la apocatástasis, según la cual el Dios de los Evangelios perdona
siempre. Orígenes se fundaba en la parábola del Hijo pródigo que vuelve a los
brazos del padre y es recibido con tanta fiesta que provoca la envidia del
hermano bueno y fiel.
Sólo
en el siglo VI empieza a aparecer el concepto de “condena eterna”, sobretodo
con San Agustín, el mismo que defendía que los niños muertos sin bautismo
tenían que ir al infierno. Ante las protestas de las madres de esos niños, la
Iglesia creó la doctrina del Limbo, un lugar donde esos niños “ni gozan ni
sufren”, algo completamente ajeno a los Evangelios.
En
nuestros días, el fallecido papa polaco, Juan Pablo II, en el Catecismo de la
Iglesia Universal nacido de las discusiones del Concilio Vaticano II, abolió el
Limbo. Según comentaron amigos personales del papa, Wojtyla nunca había aceptado
que una hermana suya nacida muerta y que no pudo ser bautizada, pudiera no
estar en el cielo por haber muerto antes de ser liberada con el bautismo del
pecado original.
La
familia del futuro papa era muy católica y fiel a aquella doctrina ni siquiera
enterraron el cuerpo de la pequeña por no haber podido recibir el bautismo. Lo
confirmó él mismo cuando al hablar de la tumba en la que había querido recoger
los restos de toda su familia, puntualizó que había faltado sólo su hermanita
“porque había nacido muerta”. La habían echado a la basura.
Millones de cristianos han sufrido durante siglos
oprimidos por la doctrina de un Dios tirano, sediento de castigo y de castigo
eterno
Fue
el Concilio de Florencia en el siglo XV quién rubricó definitivamente la
doctrina de San Agustín de un castigo y un infierno eterno. Sin embargo, ya en
el siglo V, San Jerónimo estaba convencido de que no era conciliable la
doctrina del infierno con la misericordia de Dios. Así y todo, se pedía a
sacerdotes y obispos que siguiesen defendiendo la doctrina tradicional ”para
que los fieles, por temor al castigo del infierno eterno, no pecasen”.
Hoy,
el papa Francisco, ha dado un salto de siglos, se ha colocado al lado de las
primeras comunidades cristianas aún empapadas de la doctrina del misericordioso
profeta de Nazaret, que había venido “a salvar y no a condenar”.
Los
primeros cristianos sabían que Jesús había sido duro y severo con la hipocresía
y con el poder tirano, mientras abrazaba a los marginados por la sociedad bien
y a los que la Iglesia oficial de su tiempo tachaba de pecadores.
Pueden
parecer minucias teológicas para los no creyentes, pero son muy importantes
para millones de cristianos que durante siglos han sufrido oprimidos por la
doctrina de un Dios tirano, sediento de castigo y de castigo eterno.
Recuerdo
que a final de los años 60, tras haber escrito en el diario español PUEBLO un
artículo titulado “El Dios en quién no creo”, en el que defendía que los
cristianos tenían que escoger entre Dios y el infierno eterno, ya que ambos
eran conceptos inconciliables, sufrí un duro interrogatorio por el entonces
arzobispo de Madrid, Mons. Casimiro Morcillo que me acusó de “haber
escandalizado a los fieles”.
Aquí
en Brasil, el teólogo de la liberación, Leonardo Boff, me contó que cuando hace
16 años, el gran escritor y poeta de Bahia, Joao Cabral de Mello Neto, estaba
para morir, a pesar de no ser creyente, le angustiaba en aquella hora la
doctrina sobre el miedo al infierno que le habían inculcado en la infancia. Le
llamaron para que lo tranquilizara. Boff, que fue condenado al silencio por el
Papa Benedicto XVI cuando era Prefecto de la Congregación de la Fe, lo usó con
el escritor las mismas palabras que ahora el papa Francisco usa para asegurar
que Dios no condena a nadie para siempre.
Boff
le añadió con humor al poeta que alguien capaz de escribir la joya literaria,
social y humana de Vida e morte Severina, merecía indulgencia plenaria en la
hora de despedirse de la vida.
El
cambio es copernicano. Hoy es un papa como Francisco el que afirma con total
naturalidad que el Dios cristiano “no condena a nadie para siempre”, que es
como decir que no existen infiernos eternos, una afirmación que hasta hace poco
podría haber servido para abrir un proceso contra un teólogo y condenarlo al
ostracismo.
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