El silencio de José no tiene nada de
ingenuo, no es el silencio del que no se entera o no quiere complicarse
la vida. Porque José sí se entera: se entera de que su esposa está
embarazada; se entera de que el niño está en peligro y, por eso, se lo
lleva a Egipto; se entera de que su hijo se ha perdido y, por eso, lo
busca. Y como se entera, tiene miedo. No un miedo que paraliza, sino un
miedo inquietante, que le impulsa a buscar soluciones respetuosas con su
esposa y le mueve a tomar decisiones valientes, como la de emigrar en
busca de un porvenir mejor. José se arriesga como resultado de una
reflexión, hecha posible gracias a un silencio que escucha, valora y
discierne.
En este mundo nuestro el silencio no
abunda. Hay personas permanentemente pegadas a unos auriculares. No
sabemos escuchar. El mundo está lleno de ruido y de furor. Sobran gritos
sin sentido y palabras altisonantes. Necesitamos espacios de paz,
silencios que no condenen y permitan el reencuentro. Cierto, ante muchas
injusticias se necesita una palabra fuerte y profética. Pero otras
veces las palabras descalificadoras aumentan la distancia entre pueblos y
personas. Jesús, el hijo de José, en la cruz, guardaba silencio ante el
insulto y no profería amenazas. A veces, políticos y eclesiásticos
pierden una buena ocasión para callarse. Y en las relaciones
interpersonales, el silencio ha sido, más de una vez, el comienzo de una
reconciliación. Mi madre solía recordar el dicho de una amiga suya:
“nunca me he arrepentido de haberme callado”.
La carta de Santiago recomienda ser
diligentes para escuchar y tardos para hablar (1,19), puesto que la
verdadera sabiduría no se demuestra a base de palabrería, sino con
“obras hechas con dulzura” (3,13). En esto San José es todo un ejemplo.
Su tarea de custodio de María y de Jesús es un modelo de humanidad que
invita a todos a ser custodios unos de otros, a protegernos mutuamente.
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